Peugeot Quasar (Imagen obtenida en internet) |
Antes de la llegada de You Tube a nuestras vidas, la ferias
eran una de las pocas opciones para ver con detalle antes que nadie los nuevos
lanzamientos de coches, las versiones futuristas de las marcas que nunca verían
la luz y los fórmulas y monoplazas al alcance solo de los privilegiados que
habían conseguido un pase de paddock que les permitiese codearse con las
distintas parrillas del mundo de la competición.
Todavía conservo algunas fotos de estos prototipos
presentados en el Salón de Barcelona como los coches que poblarían nuestras
ciudades en el año 2000. Pasada esta fecha que tantas metas prometía, lo que
sueles encontrarte en el parking de cualquier supermercado en un fin de semana
se parece más a las novedades presentadas en los salones de finales de los
ochenta que a la naves futuristas prometidas para el fin del milenio.
Este fin de semana Barcelona acoge dos grandes eventos del
motor. Por un lado nuestro GP de España en el circuito de Montmeló, donde
esperamos empezar a ver la botella medio llena y que las tres semanas de
“viaje” desde Baréin nos dejen frutos este mes, en España y en Mónaco. Frutos
que nos permitan empezar a reducir ya la distancia que sin duda no refleja las
prestaciones y el pilotaje del que ya hemos disfrutado en las cuatro primeras
carreras. Treinta puntos y cuarta posición es una clasificación injusta con
Alonso pero que ya no permite ni fallos mecánicos, ni mala suerte. Hemos
consumido gran parte de nuestros comodines a principio del campeonato y ahora toca
ir a Rolex.
En medio de las dos pruebas, otro fin de semana sin F1, el
del 18 y 19 de mayo que lejos de dejarnos huérfanos de carreras, acoge las 24 H
de Nurburgring, pero eso es otra historia que reservo para la próxima semana.
Como el presupuesto no da para hacer una crónica in situ de
esta edición del salón, tengo que tirar de lágrima como dice alguno de los que
me apoyan para que cada semana siga compartiendo este espacio.
El Salón de Barcelona, que este año cumple su trigésimo
quinta edición, cuya periodicidad es bianual, era como disfrutar de una noche
extra de Reyes, cada dos años.
Acostarse el viernes con unos nervios que no me dejaban
pegar ojo, levantarse muy temprano, de madrugada. Aproximarse al aeropuerto con
esas luces mágicas que alumbraban el recinto, mostrando los impresionantes
Jumbos y los quizá no tan apabullantes DC-9 pero que se iban a encargar de
llevarme y traerme de la mejor feria de “cacharritos” del mundo, mis
“cacharritos preferidos”
Plantarse en el “Puente Aéreo” de Iberia del Aeropuerto de
Barajas cuando todavía era de noche y el olor a keroseno me anunciaba que mi
día favorito de cada dos años iba a empezar. Esto del puente aéreo es un
concepto novedoso implantado en 1974 cuya filosofía era llegar y volar lo que nos permitía coger el primer vuelo disponible
nada más llegar a la terminal y disfrutar del salón sin la presión de un
horario cerrado de regreso.
Pasar de la terminal al avión era el punto de no retorno, ya
nada podía detener la jornada. Los procedimientos de seguridad, el despegue,
volar, ver amanecer desde el aire. Todas esas imágenes y sensaciones me
provocaron en poco tiempo una crisis de identidad. Ya no sabía si me gustaba
más ir a Barcelona al Salón de Automóvil o si éste era la excusa ideal para
volar. Crisis cuyos efectos llegan hasta hoy y que no he sido capaz de resolver
por lo que sigo recabando datos. Acudo a cuantos eventos del motor puedo, ya
sean carreras, exposiciones, demostraciones, cursos, … y acumulo horas de vuelo
hasta en escobas. A veces como pasajero, como piloto o como asistente de la
bruja.
Por delante una jornada maratoniana visitando stands,
haciendo fotos en carretes de 24 exposiciones que había que esperar a revelar,
asomándome hasta donde los cordones de seguridad lo permitían al Renault de
René Arnoux quien protagonizó junto a Gilles Villeneuve uno de los duelos más
bonitos en Dijon en 1979, acumulando bolsas, catálogos, pegatinas, cualquier
cosa que me permitiera prolongar mi viaje después de volver a casa.
No recuerdo sentirme triste cuando dejaba atrás las
instalaciones de la Fira ,
me quedaba todavía lo que en la terminología aeronáutica se denomina “un
salto”, es decir, un trayecto en vuelo.
Había tiempo todavía para disfrutar. No podías dormirte en
el avión, ya de noche, si querías disfrutar de la oscuridad del paisaje de la
ventanilla, de las luces de Madrid, de los colores, de los olores,…
El Salón traía cada dos años un viaje a un mundo apasionante
que compartía con mi padre los primeros años y posteriormente con buenos amig@s
que a veces conseguían el triple salto mortal y a base de dar la lata también a
su padre, cuadraba sus obligaciones profesionales para hacerme un hueco en la
cabina del 727 en el salto a Barcelona. En esa ocasión le ponías rango y nombre
al rey mago y podía llamarse Comandante Marco.
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