martes, 30 de julio de 2013

No me da miedo el avión, me duele


Aterrizaje en el aeropuerto de Chicago. 12 agosto 2012


Si alguna vez has parado por aquí, de rebote, por casualidad o por puro masoquismo, habrás notado que estas cosas de volar me han atraído desde pequeñito. Aviones grandes, medianos, pequeños, de cuatro motores, de tres, de dos, de uno e incluso de ninguno.
Hoy no toca hablar de la sensación del primer vuelo en solitario, del día de mi examen para obtener la licencia, de sentarse en el puesto del comandante de un Jumbo rumbo a Miami, ni siquiera del viaje en mitad de una tormenta para conocer a mi primer sobrino. No toca porque en todos esos casos se trataba de volar y hoy hablo del lugar donde pasar el dolor.

Recuerdo las sensaciones del final del verano cuando el regreso a casa suponía la ruptura del paraíso, de los largos días de juegos, de jornadas prolongadas hasta la madrugada para disfrutar bebiendo hasta el último sorbo de la amistad, de la ausencia de problemas, de planes y de sentimientos de poderío frente a un mundo que se nos presentaba como equivocado y fácil de conducir.

Cuando se acercaba el final, las promesas de mantener el contacto, defender lo que creíamos nuestro amor por encima de distancias, dificultades, entornos más o menos hostiles, ... se hacían cada vez más vehementes.

Pero el dolor llegaba de madrugada, mezclado con sueño e impotencia. Llegaba cuando aprovechando el fresco de las primeras horas de la mañana había que subirse al coche, ya solo, sin el apoyo moral de los "amigos para toda la vida" y enfrentarse a lo que todo el mundo alrededor asumía como inevitable pero cuya explicación no mitigaba ni un ápice tu dolor.

Hemos crecido y ya no hace falta evitar el calor de los viajes, es más, las distancias en una ciudad no supondrían ningún menoscabo para mantener esas relaciones. Necesitamos subir a un avión, el coche se queda pequeño, y si es para cruzar el charco, mejor.
Por delante 8 ó 10 horas sin aire, porque no te llega a los pulmones o porque tú mismo te pones una bolsa en la cabeza ya sea en forma de fotos, de música, ... de recuerdos. Como cuando de pequeños nos arrancábamos las postillas de las heridas, en un afán inexplicable por evitar que cicatrizasen con resultado en muchas ocasiones de lágrimas de sincero dolor, incluso en las mejillas de los chicos más curtidos. Son horas en las que pierdes incluso el miedo a volar si lo tienes. Solo te escuecen las heridas.

Es verdad que en muchos casos después de aterrizar en el destino, el aire nuevo es como el beso de la madre que poco a poco llega a conseguir que a pesar de llevar el alma aire, no sientas ni su roce con la ropa que has decidido ponerte encima para no mostrar la herida de la que nadie sospecha, porque el dolor se transforma en vitalidad y nadie sospecha del vital.

Aprovecha ese tiempo de aire nuevo, no tendrás mejores condiciones de recuperación. A la vuelta, aunque el viaje lo utilices para reafirmarte en tu sanación, te espera la prueba de fuego.

El día 31 de agosto, vuelo a Chicago y la única posibilidad que tengo de evitar estas sensaciones es escuchar por fin la frase que llevo esperando tantos años: "¿Hay algún piloto entre los pasajeros?"

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